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Cuando ores

Una vida libre de temor es una vida de oración que recibe respuestas. Es una vida sin miedo alguno, porque Dios ya nos ha prometido y provisto todo. Es una vida en la que actuamos según el Manual del Fabricante, con la seguridad de que, tal como dijo Jesús, podremos creer y recibir de Dios todo lo que pidamos.

Fíjate que Jesús no nos dijo que probablemente recibiríamos lo que pedimos. Tampoco nos dijo que recibiríamos lo que pedimos de vez en cuando. Al contrario, Él nos dijo algo que suena irrisorio e incomprensible. Él dijo que, cuando le pedimos a Dios algo creyendo que lo recibimos, lo recibiremos.

En otras palabras, cuando oramos con fe, podemos conseguir siempre lo que pedimos.

Tristemente, tal nivel de victoria en oración les parece inalcanzable a muchos creyentes. Aunque saben que Jesús nos lo prometió, no esperan experimentarlo en su día a día. En cambio, sintiéndose descalificados en el momento, lo posponen para el futuro. Aunque esperan recibir respuestas a algunas de sus oraciones mientras aún viven en este mundo defectuoso y caído, piensan que, para recibir realmente “todo lo que desean” cuando oran, tendrán que esperar hasta llegar al cielo, donde todo es perfecto.

Jesús, sin embargo, ¡no estaba hablando del cielo en Marcos 11:24-25! Estaba respondiendo a las preguntas que le habían hecho Sus discípulos sobre la higuera. Si has leído el pasaje, recordarás lo sucedido.

El día anterior, Jesús había hablado con aquel árbol después de encontrar que tenía hojas, pero ningún fruto. «¡Que nadie vuelva a comer fruto de ti!», le había dicho (versículo 14). Menos de veinticuatro horas después, el árbol se había marchitado. Cuando Sus discípulos lo vieron y expresaron su asombro, Jesús les enseñó cómo hablar y orar con fe, y obtener el mismo tipo de resultados.

Era una higuera terrenal, no celestial. Jesús la utilizó como ejemplo de lo que ocurre cuando accedemos y liberamos el poder de Dios para cambiar las cosas aquí en la tierra. Con esa idea en mente, lee de nuevo lo que Él dijo:

Jesús les dijo: «Tengan fe en Dios. Porque de cierto les digo que cualquiera que diga a este monte: “¡Quítate de ahí y échate en el mar!”, su orden se cumplirá, siempre y cuando no dude en su corazón, sino que crea que se cumplirá. Por tanto, les digo: Todo lo que pidan en oración, crean que lo recibirán, y se les concederá. Y cuando oren, si tienen algo contra alguien, perdónenlo, para que también su Padre que está en los cielos les perdone a ustedes sus ofensas. (versículos 22-25).

Jesús no sólo deja claro en este pasaje que estos principios de fe y oración son para nosotros en el aquí y ahora, sino que también nos dice que funcionarán para “cualquiera” que decida aplicarlos. No son sólo para apóstoles, profetas o ministros con llamados especiales. Cualquiera que haga lo que Jesús dijo en ese pasaje puede surfear la ola del poder de Dios hacia la victoria tal como Él lo hizo en la tierra.

Ya es hora de que dejemos de pensar que esa victoria está fuera de nuestro alcance.

Si así fuera, habría sido injusto que Jesús nos lo prometiera. Si no hubiera forma de que anduviéramos en tal nivel de victoria, sería una injusticia que Dios dijera en 1 Juan 5:4 que «ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe». Dios no es injusto, y Jesús tampoco. Por lo tanto, una vida victoriosa de fe vencedora y oración contestada debe ser alcanzable.

La vida de fe no es aquella en la que los problemas no existen. No es una utopía donde no hay montañas ni deseos insatisfechos, ni motivos para orar. Una vida victoriosa y sin temor es aquella en la que recibimos de Dios soluciones a problemas aparentemente imposibles y, por fe en Su PALABRA, ordenamos a las montañas que el diablo ha erigido en nuestras vidas que se aparten de nuestro camino.

“Pero hermano Copeland”, podrías decir, “he hecho lo que Jesús dijo que hiciéramos en Marcos 11:22-24 y no me ha funcionado. ¿Por qué?”

Lo más probable es que encuentres el problema en el versículo 25, donde Jesús dijo: «Cuando oren, si tienen algo contra alguien, perdónenlo, para que también su Padre que está en los cielos les perdone a ustedes sus ofensas». Ese versículo es tan importante como los dos que lo preceden. Es una continuación de la enseñanza de Jesús sobre la fe.

La fe y el perdón están interconectados

La fe no funciona en un corazón que no perdona, «porque la fe… obra por el amor» (Gálatas 5:6) y el amor perdona. ¿Cómo sabemos que el Amor perdona? Porque Dios es Amor, y Él nos perdona (1 Juan 1:9; Efesios 4:32).

El perdón es uno de los sistemas de seguridad de la fe. La fe sólo funcionará correctamente cuando esté en su sitio. Si lo piensas, la razón es obvia. Imagina lo que podrías hacer inadvertidamente con el poder de la fe para mover montañas si funcionara incluso cuando estuvieras operando en contienda y falta de perdón. Podrías enfadarte con alguien que se cruzara delante de ti en la autopista, gritarle: “¡Sal de mi vista, idiota!” y mandarlo a la cuneta.

Gracias a Dios, la fe no está diseñada para funcionar en tales circunstancias. No puedes usarla accidentalmente para hacerle daño a alguien. Sin embargo, si ignoras sus precauciones de seguridad, acabarás metiéndote en problemas.

¿Por qué?

Porque solo hay dos reinos espirituales operando en la tierra: El de Dios y el de satanás y, si no estás operando en uno, lo estás en el otro.

La única manera de andar en victoria es operando en el reino de Dios, y el Suyo es un reino de fe y Amor. El de satanás es un reino de temor, egoísmo y contienda; cuando entras en su territorio, te adentras a la derrota. La falta de perdón te traslada al territorio de satanás. Le abre la puerta para que él te trate como su súbdito. Es una forma de contienda y siempre arruinará tu vida porque, como dice Santiago 3:16: «Pues donde hay envidias y rivalidades, allí hay confusión y toda clase de mal».

Cuando empecé a aprender a vivir por fe, no entendía este aspecto por completo. Por lo tanto, estaba confundido cuando vi que satanás entraba y destrozaba cosas en mi vida, incluso después de haber orado y liberado mi fe sobre ellas. Sabía que el problema no era con Dios. Él siempre tiene la razón, y Él es mucho más grande que el diablo. Por lo tanto, el problema tenía que estar de mi lado. Con la idea de que debía estar fallando de alguna manera u otra, empecé a buscar al SEÑOR para averiguar el porqué.

Mientras oraba al respecto, recordé que Hechos 1:8 dice que, cuando somos bautizados en el Espíritu Santo, recibimos poder dunamis: el poder energizante, capacitador, sobrenatural y explosivo de Dios. “SEÑOR”, dije, “ese poder no está funcionando en mi vida como debería. Cuando me encuentro con ciertos problemas, parece que me levanto sobre ellos por fe y luego me empujan de nuevo hacia abajo.”

Le dije que había visto a otros creyentes hacer lo mismo. Por ejemplo, los había visto orar y comenzar negocios, creyendo que prosperarían. Sea como fuere, el diablo los destruía financieramente. “SEÑOR, quiero saber cuál es el problema”, le dije.

Conocía la frase de Jesús en Marcos 11 sobre el perdón. En aquel entonces, sin embargo, todavía no había asimilado plenamente la importancia de esta. Entonces, el SEÑOR me dirigió a Mateo 18, donde Jesús enseñó acerca de la oración de común acuerdo y cómo lidiar con la discordia en la Iglesia. Me llamó especialmente la atención la última parte del capítulo.

En los versículos 21-22, Biblia Amplificada, Edición Clásica, Pedro le preguntó a Jesús: “SEÑOR, ¿cuántas veces puede pecar mi hermano contra mí y yo perdonarlo y dejarlo ir? ¿[Tantas como] hasta siete veces?”

Jesús le contestó: “Te digo que no hasta siete veces, ¡sino setenta veces siete!” 

Cuando leí esos versículos ese día, recordé, como tú probablemente acabas de hacerlo, con cuanta libertad Dios nos ha perdonado. Nos perdonó una deuda de pecado que no teníamos forma de pagar. La erradicó sobrenaturalmente de Su propia conciencia y nos trató como si nunca hubiéramos estado en deuda. Él arrojó la memoria de nuestro pecado tan lejos de Él como el oriente está del occidente.

Al leer sobre el siervo que había sido perdonado por su amo y que luego se negó a hacer lo mismo por su compañero, también recordé que Dios nos ordena, como creyentes, que nos comportemos de manera diferente. Nos manda que seamos bondadosos unos con otros, compasivos, perdonándonos mutuamente, como Él nos perdonó (Efesios 4:32). Yo suponía que lo había hecho. Según mi punto de vista, no guardaba rencor a nadie que me hubiera hecho algo malo. Que yo supiera, tampoco lo estaban las otras personas de fe a quienes había visto caer en la emboscada del diablo.

“Señor, no entiendo lo que me tratas de decir”, le dije.

Hijo, me respondió, no era una deuda de $10 millones la que el siervo no perdonó; era una deuda de $20 dólares. Perdonar grandes ofensas no es usualmente donde tropiezas. La mayoría de las veces, son las pequeñas ofensas de 15 centavos las que le generan problemas a Mi gente.

Cuando le pedí que me ayudara a visualizar exactamente a qué se refería, al instante me dio una visión. En ella, vi una tubería de 12 cm de diámetro y varios metros de largo. Estaba posicionada sobre la cabeza de un hombre, inclinada en ángulo de cuarenta y cinco grados, y el agua ingresaba a borbotones en el extremo superior de la misma. El extremo inferior estaba a unos 25 cm de distancia de la cara del hombre. El hombre miraba hacia el interior, buscando por señales de agua, pero lo único que salía era un rocío extra fino. Sin embargo, en el centro de la tubería, observaba un chorro que brotaba por un pequeño orificio, e impactaba al hombre en la cara con agua suficiente para enfurecerlo.

El tubo es tu espíritu humano renacido, comenzó el Señor. Estoy vertiendo Mi poder en él, pero no hay buena circulación a través de este. Yo no soy el que lo retiene; eres tú. Durante un periodo de tiempo, has dejado que pequeñas ofensas de 15 centavos y 20 dólares, un poco de discordia aquí y un poco de resentimiento allá, entren en la tubería. Debido a que espiritualmente no fuiste consciente lo suficiente para evitarlo, has obstruido tu espíritu hasta que Mi poder no tiene la libertad de fluir a través de ti. Estás demasiado lleno de falta de perdón y agravio hacia las personas a las que nunca te has tomado el tiempo de perdonar a propósito.

 

Cómo la falta de perdón nos impide vivir en victoria

Segunda de Corintios 7:1 dice: «Amados míos, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, y perfeccionémonos en la santidad y en el temor de Dios» (Reina Valera Actualizada). La falta de perdón es suciedad espiritual. Trabaja en un espíritu herido de la misma manera que la suciedad lo hace cuando se mete en una herida en el cuerpo físico. Impide que la herida se sane.

Puede que tu corazón haya sido herido por algo doloroso que alguien dijo o hizo; aunque ocurrió hace años, como nunca perdonaste a esa persona, la herida sigue presente. Puede que hayas aprendido a vivir con ello. Puede que incluso la hayas olvidado. Sin embargo, consciente o no, hasta que la falta de perdón sea eliminada, esa herida continuará supurando e inhibiendo el flujo del poder de Dios en tu vida.

En el plan de Dios para nosotros, Su voluntad primaria es que siempre andemos en Amor y fe, y que evitemos el pecado para que el maligno no nos toque. (Ver 1 Juan 5:18.) Pero, cuando nos quedamos cortos de Su voluntad primaria, Su plan de respaldo es que nos mantengamos fuera del alcance del diablo actuando en 1 Juan 1:9.

Una vez que confesamos nuestro pecado a Dios y recibimos Su perdón, en lo que concierne al diablo, es como si nunca hubiéramos pecado. No puede poner sus manos sobre nosotros porque Dios nos ha limpiado de toda maldad y nos ha declarado tan justos como Jesús.

Tampoco tenemos que esperar a llegar a la iglesia el domingo para poner en marcha el sistema de seguridad de Dios. Ni siquiera tenemos que esperar hasta que podamos estar a solas en nuestro lugar de oración. Cada vez que nos equivoquemos, podemos confesar inmediatamente nuestro pecado y recibir nuestro perdón y limpieza. 

Todos los días, revisa tu corazón en busca de cualquier falta de perdón y contienda. Si encuentras algún rastro, encárgate de limpiarlo inmediatamente, siguiendo los cuatro pasos que el SEÑOR me dio aquel día cuando me enseñó a limpiar mi tubería espiritual.

Primer paso: Confiesa el pecado de falta de perdón.

Segundo paso: Perdona a todos y a cada uno de los que te hayan ofendido, ya sea una ofensa grande o pequeña, así como Dios ya te ha perdonado.

Tercer paso: Una vez que hayas perdonado a cualquiera que te haya hecho daño, recibe tu propio perdón de parte de Dios.

Cuarto paso: Alaba y dale gracias a Dios.

¡Listo! Así es como purgas tu tubería espiritual de la falta de perdón y luchas para que puedas vivir una vida llena de fe y libre de temor… desde ahora ¡hasta que Jesús regrese!

(Artículo adaptado del nuevo libro de Kenneth Copeland, titulado Vive libre del Temor (Live Fear Free). Para obtener más información o para ordenar tu copia hoy mismo, consulta el anuncio en esta página.)

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